EL VERBO 
FUE HECHO CARNE

J. C. Ryle (1816-1900)

“Y aquel Verbo fue hecho carne,
y habitó entre nosotros”

 (Juan 1:14)

La verdad principal que este versículo enseña es la realidad de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo o el haber sido hecho hombre. San Juan nos dice que “ aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros”. El claro significado de estas palabras es que nuestro di- vino Salvador tomó la naturaleza humana, a fin de salvar a pecadores.

Realmente, se hizo hombre como nosotros en todas las cosas, con la única excepción de que no pecó. Como nosotros, nació de una mujer, aunque de una manera milagrosa. Como nosotros, creció de niño a joven y de joven a adulto, tanto en sabiduría como en estatura (Lc. 2:52). Como nosotros, tuvo hambre, sed, comió, bebió, durmió, se cansaba, sentía dolor, lloró, se regocijaba y maravillaba, era movido a la ira y a la compasión.

Cuando se hizo carne y asumió un cuerpo, oraba, leía las Escrituras, su- fría al ser tentado y sometía su voluntad humana a la voluntad de Dios el Padre. Y, por último, en el mismo cuerpo sufrió y derramó su sangre, realmente murió, realmente fue sepultado, realmente resucitó y real- mente ascendió al cielo. ¡Y sin embargo, durante todo ese tiempo, Él era Dios y también hombre!

Esta unión de dos naturalezas en la persona única de Cristo es, sin duda, uno de los misterios más grandes de la religión cristiana. Hay que declararla con cuidado. Es, justo, una de esas grandes verdades que no son para encarar puramente por curiosidad, sino para ser creída con reverencia. En ninguna parte, quizás, encontraremos una declaración más sabia y de buen juicio que en el segundo artículo de la Iglesia de Inglaterra. “El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, verdadero y eterno Dios, de una misma substancia con el Padre, tomó la naturaleza humana en el vientre de la bienaventurada Virgen, de su substancia: de modo que las dos naturalezas, divina y humana, entera y perfectamente, fueron unidas en una misma Persona para no ser separadas jamás, de lo que resultó un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre...”


Es ésta una declaración muy valiosa. Es “palabra sana e irreprochable” (Tit. 2:8).

Pero, aunque no pretendemos explicar la unión de dos naturalezas en la persona de nuestro Señor Jesucristo, no vacilamos en abordar el tema con bien definida cautela, aunque afirmamos con extremo cuidado lo que sí creemos, no nos abstenemos en declarar con firmeza lo que no creemos. No debemos olvidar nunca que, aunque nuestro Señor era Dios y hombre a la vez, la naturaleza divina y la humana nunca se confundieron. Una naturaleza no absorbió la otra. Las dos naturalezas permanecieron perfectas y distintas. La [deidad] de Cristo nunca, ni por un instante, fue dejada a un lado, aunque estaba velada. La humanidad de Cristo, durante su vida, nunca, ni por un momento, fue diferente a la nuestra, aunque por la unión con la Deidad, era grandemente dignificada. Aunque Dios perfecto, Cristo siempre ha sido hombre perfecto desde el primer momento de su encarnación. El que ha ido al cielo y está sentado a la diestra del Padre para interceder por pecadores, es hombre al igual que Dios. Aunque hombre perfecto, Cristo nunca dejó de ser Dios perfecto. El que sufrió por el pecado en la cruz y fue hecho pecado por nosotros, era Dios manifiesto en la carne (1 Ti. 3:16). La sangre con la cual fue comprada la Iglesia es llamada sangre “de Dios” (Hch. 20:28). Aun- que se hizo carne en el sentido más completo cuando nació de la virgen Ma-
ría, nunca, en ningún periodo, dejó de ser el Verbo Eterno. Decir que durante su ministerio terrenal manifestó constantemente su naturaleza divina sería, por supuesto, contrario a la realidad. Intentar explicar por qué su deidad es- taba a veces velada y otras veces no, mientras estaba en la tierra, sería aventurarnos a algo que es mejor dejar como está. Pero decir que en algún ins- tante de su ministerio terrenal no era completa y enteramente Dios, sería herejía.

Las advertencias que acabo de dar pueden parecer innecesarias, tediosas y puras sutilezas, pero es precisamente el descuido de tales advertencias lo que arruina a muchas almas. Esta unión constante e indivisible de dos naturalezas perfectas en la persona de Cristo es, exactamente, lo que da valor infinito a su mediación y lo califica para ser el Mediador indiscutible que necesitan los pecadores.
Nuestro Mediador puede identificarse con nosotros porque es realmente hombre. Y no obstante, a la misma vez, puede tratar con el Padre por nosotros en igualdad de condiciones porque es realmente Dios. La misma unión da valor infinito a su justicia cuando es imputada a los creyentes; la justicia de Aquel que era [y es] Dios al igual que hombre. La misma unión da infinito valor a la sangre expiatoria vertida por los pecado- res en la cruz; la sangre del que era [y es] Dios al igual que hombre. La misma unión da infinito valor a su resurrección: cuando volvió a vivir como la Cabeza del cuerpo de creyentes, lo hizo, no meramente como hombre, sino como Dios. Dejemos que estas cosas penetren profundamente en nuestros corazones. El segundo Adán es más grande de lo que fue el primer Adán. El primer Adán era sólo hombre y como tal, cayó. El segundo Adán era Dios al igual que hombre y, por esto, venció completamente.

Dejemos el tema con sentimientos de profunda gratitud y agradecimiento. Está lleno de abundante consolación para todos los que conocen a Cristo por fe y creen en Él.
¿El Verbo se hizo carne? Entonces, puede conmoverse por el sentimiento de las debilidades de su pueblo porque Él mismo las sufrió, siendo tentado. Es todopoderoso porque es Dios y, aun así, puede identificarse con nosotros porque es hombre.

¿El Verbo se hizo carne? Entones, nos puede dar un patrón y ejemplo perfecto para nuestra vida cotidiana. Si hubiera caminado entre nosotros como un ángel o un espíritu, nunca habríamos podido imitarlo. Pero habiendo habitado entre nosotros como hombre, sabemos que la verdadera norma de la santidad es “andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Él es un modelo porque es Dios, pero también un modelo que conoce exactamente nuestras
(necesidades) porque es hombre.

Por último, ¿el Verbo se hizo carne? Entonces, veamos en nuestros cuerpos mortales una dignidad real y verdadera, y no los contaminemos con el pecado. Por despreciable y débil que pueda parecer nuestro cuerpo, es un cuerpo que el Hijo eterno de Dios no se avergonzó de tener y de llevar al cielo. Ese sencillo hecho es una promesa de que levantará nuestro cuerpo en el día final y lo glorificará junto con el suyo.