LA GLORIA 
DE CRISTO ANTES DE 
SU ENCARNACIÓN

John Flavel (1630-1691)

“Con él estaba yo... y era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él
en todo tiempo”

 (Proverbios 8:30)

La condición y el estado de Jesucristo antes de su encarnación eran de la delicia y el placer más elevado y más inmarcesible disfrutando a su Padre. Juan nos dice que estaba “en el seno del Padre” (Jn. 1:18). Estar en el seno es la postura del amor más tierno: “Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado en el seno de Jesús” (Jn. 13:23, RVA).

Pero Jesús no estaba recostado en el seno del Padre como aquel discípulo lo estaba sobre el del Maestro, sino que estaba en Él. Por ello, en Isaías 42:1 el Padre lo llama: “Mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento”. [En] 2 Corintios 8:9 dice que, en este estado en el que es- tamos ahora describiendo, era “rico”. Y [en] Filipenses 2:6-7, dice que estaba “en forma de Dios” y era “igual a Dios” o sea que tenía toda la gloria y las marcas características de la majestad de Dios. Las riquezas a las que se refiere eran todas las que Dios el Padre tiene: “Todo lo que tiene el Padre es mío” (Jn. 16:15). Lo que ahora tiene en su estado de exaltación es lo mismo [que] tenía antes de su humillación (Jn. 17:5).

A continuación, para exponer, hasta donde sea posible, la inefable felicidad de ese estado de Cristo mientras estaba en aquel seno bendito, lo consideraré de tres maneras: Negativa, positiva y comparativamente. Consideremos aquel estado, negativamente, quitando de Él todos esos
grados de humillación y sufrimiento que le causó la encarnación.

En primer lugar, no vivía en la humillación que significaba la condición de la criatura o sea, haberse despojado de las riquezas celestiales. Porque para asumir la condición de hombre, dice el Apóstol, “se despojó a sí mismo” (Fil. 2:7). Se despojó de su gloria. El que Dios se hiciera hombre fue una humillación inexpresable y, no sólo aparecer verdaderamente en carne, sino también en semejanza de carne de pecado (Ro. 8:3). ¡Qué tremendo es esto!

En segundo lugar, Cristo no se encontraba bajo la Ley en este estado. Confieso que no hubiera sido ninguna deshonra para Adán en su estado de inocencia [o] para los ángeles en su estado de gloria, estar bajo la ley ante Dios; pero era una humillación inconcebible para el Ser absolutamente independiente, estar bajo la ley. Sí, [no sólo] estaba bajo la obediencia, sino también bajo la maldición de la Ley: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido
bajo la ley” (Gá. 4:4).

En tercer lugar, en este estado, no estaba sujeto a las lamentables consecuencias del estado frágil y débil de la humanidad que después tuvo al encarnarse.

Por ejemplo,

(1) no sabía de sufrimientos. No había en su pecho nada de tristeza ni desconsuelo, pero después fue “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is. 53:3). “Varón de dolores”, como si hubiera
sido constituido sin mitigación, viviendo con sus padecimientos todos los días como quien vive con sus compañeros cercanos y sus conocidos.

(2) Mientras seguía en aquel seno, nunca conoció la pobreza ni las [necesidades] que vivió después cuando dijo: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza” (Mt. 8:20). ¡Ah, Jesús bendito! No te hubiera faltado un lugar dónde recostar tu cabeza si por mí no hubieras dejado el seno paternal.

(3) Nunca sufrió reproche ni vergüenza en aquel seno; su Padre lo colmaba de gloria y de honra, mientras que después fue “despreciado y desechado entre los hombres” (Is. 53:3). Su Padre nunca lo miró sin beneplácito y amor, deleite y gozo, aunque después se convirtió en “oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo” (Sal. 22:6).

(4) Su santo corazón nunca tuvo pensamientos impuros ni tentación del diablo. Mientras estaba en ese seno de paz y amor, nunca supo lo que era ser asaltado por las tentaciones, ser asediado y golpeado por espíritus inmundos como después lo fue: “Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo” (Mt. 4:1). Fue por nosotros que se sometió a esos ejercicios espirituales para ser “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15), a fin de “ser misericordioso y fiel sumo sacerdote” (He. 2:17).

(5) Nunca fue sensible a dolores y torturas del alma o el cuerpo; tales cosas no existían en aquel seno bendito en el que estaba, pero después gimió y sudó al sufrirlas
(Is. 53:5). El Señor lo abrazó desde la eternidad, pero nunca lo hirió hasta que ocupó nuestro lugar y espacio.

(6) Su Padre no le ocultaba nada ni le privaba de nada. No había ni una sombra desde la eternidad sobre el rostro
de Dios hasta que Jesucristo dejó aquel seno. Era cosa nueva para Cristo ver el ceño fruncido en la cara de su Padre, cosa nueva para Él clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46).

(7) Nunca hubo en Él ninguna impresión de la ira de su Padre como la hubo después: Dios nunca antes había puesto en sus manos una copa tan amarga como fue esa (Mt. 26:39). Por último, no había en ese seno, muerte a la que estuviera sujeto. Todas estas cosas fueron nuevas para Cristo. No las conocía hasta que, por nosotros, se sujetó voluntariamente a ellas. Es así como experimentó lo que no había vivido cuando estaba en el seno del Padre.
Consideremos lo que esto fue, positivamente, y supongamos (porque ciertamente sólo podemos suponer), por algunas condiciones particulares, cómo era su gloria.

(1) No podemos menos que considerar un estado de felicidad sin paralelos, si tomamos en cuenta las personas que disfrutan y se deleitan una de la otra. Estaba “con Dios” (Jn. 1:1). Dios, como sabemos, es la fuente, el océano, el centro de toda delicia y gozo: “En tu presencia hay plenitud de gozo” (Sal. 16:11).

Estar envuelto en el alma y seno de todas las delicias, como lo estaba Cristo, es un estado que escapa a nuestro en- tendimiento; contar con una fuente de amor y delicia derramada al ins- tante, plena y eternamente sobre este unigénito amado de su alma, como nunca se comunicó a ningún otro. ¡Imaginemos qué estado de trascendente felicidad debe ser eso! Las grandes personas gozan de grandes deleites.

(2) O consideremos la intimidad, la ternura, sí, la unión mutua de esas magnánimas personas −cuanto más íntima la unión, más dulce la comunión−. No sólo estaba Cristo cercano a Dios siendo el objeto de su amor, sino que era uno con Él: “ Yo y el Padre uno somos” (Jn. 10:30) −uno en naturaleza, voluntad, amor y deleite−. Existe, por cierto, una unión moral de almas y por amor entre las personas, pero ésta era una unidad natural; ningún hijo es así con su padre, ningún esposo con la esposa de su seno, ningún amigo con su amigo, ningún alma puede sentirse tan unida con su cuerpo como Jesucristo y su Padre eran uno. ¡Qué deleites sin medida deben fluir de semejante unión bendita!

(3) Consideremos nuevamente la pureza de ese deleite con el que se abrazaban el bendito Padre y el Hijo: Los deleites de las criaturas entre sí, en el mejor de los casos, están mezclados de impurezas y cosas inferiores; aun cuando sean deslumbrantes y atractivos, tienen también partes desagradables y son nauseabundos por lo excesivos. Cuanto más puro es un placer, más excelente es.

Ahora, no existen aguas cristalinas que fluyan con tanta pureza de la fuente, tampoco rayos de luz tan diáfanos como los del sol, como lo eran el amor y los deleites de estas dos santas personas: El santo, santo, santo Padre abrazó al Hijo tres veces santo con el más santo deleite y amor. (4) Consideremos la constancia de este deleite:

Era desde siempre... desde la eternidad. Nunca sufrió ni un momento de interrupción. La fuente inagotable del deleite y el amor del Padre nunca dejó de fluir, nunca menguó, sino que, como expresa el texto: “Era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo tiempo” (Pr. 8:30).

Una vez más, consideremos la plenitud de esa delicia, la perfección de ese placer: “Yo era delicias” −reza el original, no sólo en plural delicias, todo delicias, sino también en el abstracto− delicia en si misma... como si uno dijera que [Él] estuviera conformado e integrado por placer y delicia.
Por último, consideremos el tema comparativamente. Ese estado es más glorioso, en comparación con las mejores delicias que una criatura deriva de otra, que Dios deriva de la criatura o que las criaturas derivan de Dios. Midamos estas inmensas delicias entre el Padre y su Hijo con cualquiera de estas medidas y encontraremos que, por mucho, resultan cortas.

Porque -

(1), aunque las delicias mutuas de las criaturas sean grandes,... todas siguen siendo sólo delicias humanas y en ningún particular son como las que disfrutan entre ellos el Padre y el Hijo...

(2) Si lo comparamos con el deleite que Dios deriva de las criaturas... la que Él deriva de Cristo es muy diferente porque todo su deleite en los santos es secundario a Cristo y por amor a Cristo. Pero su deleite en Cristo es primordial y por su propio bien...

(3) Para concluir, hagamos una vez más una comparación con las delicias que las mejores criaturas toman en Dios y en Cristo, y tenemos que confesar que [es] un deleite escogido y un amor trascendente con el que ellos aman y se deleitan en Él. “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25). ¿Qué arrebatos de amor, qué éxtasis de placer expresó la amada hacia Cristo? “Oh tú a quien ama mi alma” (Cantares 1:7). Nuestro deleite en Dios, por cierto, no es una regla perfecta para medir su deleite en Cristo porque nuestro amor por Dios –en el mejor de los casos− es todavía imperfecto... Por lo cual, en conclusión, la condición y el estado de Jesucristo antes de su encarnación era un estado de la más elevada e incomparable delicia en el gozo su Padre.