

EL PROPÓSITO DE DIOS
REVELADO EN BELÉN
Horatius Bonar (1808-1889)
“Y aquel Verbo fue hecho carne”
(Juan 1:14)
No había nada notable en cuanto a Belén. Era “pequeña para estar entre las familias de Judá” (Mi. 5:2), probablemente, apenas una aldea de pastores o un pequeño poblado mercantil. No obstante, fue allí donde el gran propósito de Dios se convirtió en realidad: “Aquel Verbo fue hecho carne”... Nuestro texto no menciona Belén, pero es im- posible leer el versículo sin pensar en la pequeña ciudad. “En el principio era el Verbo” (Jn. 1:1), nos transporta al cielo y a la infinidad pasada. “Y aquel Verbo fue hecho carne” (Jn. 1:14), nos trae de vuelta a la tierra y las cosas finitas del tiempo: Al pesebre, el establo y al “niño”. Los pastores se han retirado, los sabios de oriente han partido para su tierra; la gloria ha retornado nuevamente al cielo; ya no están los ángeles, el canto ha
cesado, la estrella ha desaparecido: La estrella de la que habló Balaam, todavía habría de brillar en alguna parte de estos cielos orientales, y de la que podría decirse que Miqueas puso sobre la ciudad cuando nombró la ciudad de Belén como el lugar de nacimiento del Rey que vendría (Mi. 5:2)...
En Belén comienza la historia de nuestro mundo. Todo lo anterior y lo posterior al nacimiento de ese pequeño niño, toma sus diversos matices de aquel acontecimiento. Así como el árbol surge de una raíz pequeña o de una semilla, extiende sus ramas y con ellas sus hojas, sus flores, su fruto, su sombra, norte, sur, este y oeste, así también este nacimiento os- curo influyó sobre toda la historia, sagrada y secular, antes y después. Esa historia es una espiral infinita de eventos, entrelazados en un sinfín de complejidades, aparentemente disgregada; de repente hacia arriba, luego hacia abajo, ahora hacia atrás, después hacia adelante; pero esta espiral enredada es solo una y su centro es Belén.
El infante que allí nace es el intérprete de todos sus misterios. Así como es “el principio de la creación de Dios”1 (Ap. 3:14), “el primogénito de los muertos” (Ap. 1:5), es también, el principio y el fin, el centro y la circunferencia de la historia humana. Cristo es todo en todo y como tal, desde el pesebre al trono, es la encarnación de los propósitos de Jehová, la interpretación de [las acciones] divinas y la revelación de los misterios celestiales.
cesado, la estrella ha desaparecido: La estrella de la que habló Balaam, todavía habría de brillar en alguna parte de estos cielos orientales, y de la que podría decirse que Miqueas puso sobre la ciudad cuando nombró la ciudad de Belén como el lugar de nacimiento del Rey que vendría (Mi. 5:2)...
En Belén comienza la historia de nuestro mundo. Todo lo anterior y lo posterior al nacimiento de ese pequeño niño, toma sus diversos matices de aquel acontecimiento. Así como el árbol surge de una raíz pequeña o de una semilla, extiende sus ramas y con ellas sus hojas, sus flores, su fruto, su sombra, norte, sur, este y oeste, así también este nacimiento os- curo influyó sobre toda la historia, sagrada y secular, antes y después. Esa historia es una espiral infinita de eventos, entrelazados en un sinfín de complejidades, aparentemente disgregada; de repente hacia arriba, luego hacia abajo, ahora hacia atrás, después hacia adelante; pero esta espiral enredada es solo una y su centro es Belén.
El infante que allí nace es el intérprete de todos sus misterios. Así como es “el principio de la creación de Dios”1 (Ap. 3:14), “el primogénito de los muertos” (Ap. 1:5), es también, el principio y el fin, el centro y la circunferencia de la historia humana. Cristo es todo en todo y como tal, desde el pesebre al trono, es la encarnación de los propósitos de Jehová, la interpretación de [las acciones] divinas y la revelación de los misterios celestiales.
Pocas afirmaciones contienen tanta verdad como nuestro texto. Veamos qué es [y] qué enseña.
Qué es: El “Verbo” es el nombre eterno del niño de Belén. Así es llamado porque es el revelador del Padre, el exponente de la Deidad. Lo es ahora; lo fue en los días de su carne y lo ha sido desde la eternidad. Los nombres Cristo, Emanuel y Jesús son los terrenales, sus nombres en el tiempo, conectados con su condición encarnada. En cambio, los nombres Verbo e Hijo expresan su condición eterna, su relación eterna con el Padre.
Lo mismo que fue en el tiempo y sobre la tierra, lo fue en el cielo y desde la eternidad. Su gloria que era desde “antes que el mundo fuese” (Jn. 17:5), de la cual “se despojó” (Fil. 2:7), era la gloria del Verbo eterno, el Hijo sempiterno. Como el revelador eterno de la Deidad, “el resplandor de su gloria [del Padre], y la imagen misma de su sustancia” (He. 1:3), su nombre fue siempre El Verbo. Como declarador de la mente de Dios al hombre, su nombre no es menos que El Verbo con el agregado: “Fue hecho carne”. “En el principio era el Verbo” (Jn. 1:1), es la porción divina, celestial, más elevada del misterio. “Dios fue manifestado en carne”, es el gran “misterio de la piedad” (1 Ti. 3:16) que enlaza a la criatura con el Crea- dor, que coloca las aguas de la cisterna de agua de vida al lado del peca- dor. Es esto lo que hace que la Deidad inaccesible e inabordable, sea ac- cesible y abordable −lo invisible haciéndose visible, de hecho, el más visto de todos; lo lejano se convierte en cercano, es más, el más cercano de todos; lo incomprensible se vuelve comprensible– el más comprensible de todos: Un pequeño niño, un niño pobre y débil, amamantado por el
pecho de una mujer y descansando sobre su regazo.
¡El Verbo fue hecho carne! Fue realmente hombre: Hombre en todo sentido –por dentro y por fuera, en cuerpo, alma y espíritu– en todo, me- nos en lo que respecta al pecado. Dios hizo a todas las naciones del mundo de una misma sangre y, de esa misma sangre, El Verbo se hizo partícipe, convirtiéndose en hueso de nuestro huesos y en carne de nuestra carne. Su alma [era] verdaderamente humana, no sobrenatural ni celestial. Su
cuerpo de la propia sustancia de la virgen −verdadera, real−, no obstante, carne santa, sin que su santidad lo hiciera menos realmente carne ni que la carne lo hiciera menos realmente santo.
Es así como Belén se convierte en el lazo entre el cielo y la tierra. Allí se encuentran Dios y el hombre, y se miran cara a cara. En el pequeño niño de Belén, el hombre ve a Dios y Dios ve al hombre. Hay gozo en el cielo, hay gozo en la tierra y el mismo canto de los ángeles se aplica a los dos. “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lc. 2:14). La escalera de Jacob está ahora firmemente plantada sobre la tierra. Dios está descendiendo; el hombre está ascendiendo; los ángeles atienden a ambos. ¡La simiente de la mujer ha venido! Dios se ha puesto del lado del hombre contra la serpiente antigua. No sólo ha llamado a la puerta del hombre, sino que ha entrado...
Qué es: El “Verbo” es el nombre eterno del niño de Belén. Así es llamado porque es el revelador del Padre, el exponente de la Deidad. Lo es ahora; lo fue en los días de su carne y lo ha sido desde la eternidad. Los nombres Cristo, Emanuel y Jesús son los terrenales, sus nombres en el tiempo, conectados con su condición encarnada. En cambio, los nombres Verbo e Hijo expresan su condición eterna, su relación eterna con el Padre.
Lo mismo que fue en el tiempo y sobre la tierra, lo fue en el cielo y desde la eternidad. Su gloria que era desde “antes que el mundo fuese” (Jn. 17:5), de la cual “se despojó” (Fil. 2:7), era la gloria del Verbo eterno, el Hijo sempiterno. Como el revelador eterno de la Deidad, “el resplandor de su gloria [del Padre], y la imagen misma de su sustancia” (He. 1:3), su nombre fue siempre El Verbo. Como declarador de la mente de Dios al hombre, su nombre no es menos que El Verbo con el agregado: “Fue hecho carne”. “En el principio era el Verbo” (Jn. 1:1), es la porción divina, celestial, más elevada del misterio. “Dios fue manifestado en carne”, es el gran “misterio de la piedad” (1 Ti. 3:16) que enlaza a la criatura con el Crea- dor, que coloca las aguas de la cisterna de agua de vida al lado del peca- dor. Es esto lo que hace que la Deidad inaccesible e inabordable, sea ac- cesible y abordable −lo invisible haciéndose visible, de hecho, el más visto de todos; lo lejano se convierte en cercano, es más, el más cercano de todos; lo incomprensible se vuelve comprensible– el más comprensible de todos: Un pequeño niño, un niño pobre y débil, amamantado por el
pecho de una mujer y descansando sobre su regazo.
¡El Verbo fue hecho carne! Fue realmente hombre: Hombre en todo sentido –por dentro y por fuera, en cuerpo, alma y espíritu– en todo, me- nos en lo que respecta al pecado. Dios hizo a todas las naciones del mundo de una misma sangre y, de esa misma sangre, El Verbo se hizo partícipe, convirtiéndose en hueso de nuestro huesos y en carne de nuestra carne. Su alma [era] verdaderamente humana, no sobrenatural ni celestial. Su
cuerpo de la propia sustancia de la virgen −verdadera, real−, no obstante, carne santa, sin que su santidad lo hiciera menos realmente carne ni que la carne lo hiciera menos realmente santo.
Es así como Belén se convierte en el lazo entre el cielo y la tierra. Allí se encuentran Dios y el hombre, y se miran cara a cara. En el pequeño niño de Belén, el hombre ve a Dios y Dios ve al hombre. Hay gozo en el cielo, hay gozo en la tierra y el mismo canto de los ángeles se aplica a los dos. “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lc. 2:14). La escalera de Jacob está ahora firmemente plantada sobre la tierra. Dios está descendiendo; el hombre está ascendiendo; los ángeles atienden a ambos. ¡La simiente de la mujer ha venido! Dios se ha puesto del lado del hombre contra la serpiente antigua. No sólo ha llamado a la puerta del hombre, sino que ha entrado...
Qué enseña: El ángel fue el primero en interpretar el suceso: “He aquí os doy nuevas de gran gozo” (Lc. 2:10). Efectivamente, nuevas de paz y de buena voluntad, nuevas del amor gratuito de Dios, nuevas de su plan de, una vez más, plantar aquí su tabernáculo y establecer su morada con los hijos de los hombres.
Nos enseña los pensamientos de paz de Dios porque, al menos esto, enseña la encarnación: El anhelo de Dios es bendecirnos, no maldecirnos; de salvarnos, no destruirnos. Él busca la reconciliación con nosotros; es más, Él hizo posible la reconciliación. No sólo ha hecho propuestas de paz enviándolas en las manos de un embajador, sino que Él mismo ha venido, trayendo su propio mensaje y presentándose a sí mismo a nosotros en nuestra naturaleza como su propio embajador. Por cierto que la encarnación no es todo; pero es mucho. Es la voz del amor, el mensaje de paz. Dios mismo es tanto el que anuncia como el que hace la paz.
El mensaje que nos llega de Belén es decisivo. No es completo; sólo se completó en la cruz. Pero, hasta donde llega, es muy explícito, nada ambiguo. Significa amor, paz, perdón y vida eterna. La lección que nos enseñaron en Belén es la lección de la gracia −La gracia de Dios, la gracia del Padre y del Hijo−. De hecho, podemos aprender mucho de Belén acerca del camino de vida. Pero no debemos considerarlo solo; tenemos que asociarlo con Jerusalén. Tenemos que unir la cuna con la cruz.
Pero aun así, nos enseña la primera parte de la gran lección de la paz. Dice, aunque no tan plenamente como el Gólgota, “Dios es amor” (1 Jn. 4:8). El comienzo no es el final, pero sigue siendo el principio... Belén no es Jerusalén, pero sigue siendo Belén. Y allí está el Príncipe de paz. Allí está el Dios de salvación. Allí está manifestada la vida. No desprecien a Belén. No lo pasen de lado. Vengan, vean donde reposa el niño. Miren el pesebre: Allí está el Cordero para el holocausto: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29).
Esas pequeñas y tiernas manos serán heridas. Esos pies que todavía no han pisado sobre esta dura tierra, serán clavados en el madero. Ese costado será herido por una lanza romana; esa espalda será azotada, esa mejilla será golpeada y escupida; esa frente será coronada de espinas ¡y todo por [los pecadores]! ¿No es esto amor? ¿No es el gran amor de Dios? ¿Y no hay vida en este amor? ¿Y no hay salvación en esta vida, un reino y un trono?
Nos enseña los pensamientos de paz de Dios porque, al menos esto, enseña la encarnación: El anhelo de Dios es bendecirnos, no maldecirnos; de salvarnos, no destruirnos. Él busca la reconciliación con nosotros; es más, Él hizo posible la reconciliación. No sólo ha hecho propuestas de paz enviándolas en las manos de un embajador, sino que Él mismo ha venido, trayendo su propio mensaje y presentándose a sí mismo a nosotros en nuestra naturaleza como su propio embajador. Por cierto que la encarnación no es todo; pero es mucho. Es la voz del amor, el mensaje de paz. Dios mismo es tanto el que anuncia como el que hace la paz.
El mensaje que nos llega de Belén es decisivo. No es completo; sólo se completó en la cruz. Pero, hasta donde llega, es muy explícito, nada ambiguo. Significa amor, paz, perdón y vida eterna. La lección que nos enseñaron en Belén es la lección de la gracia −La gracia de Dios, la gracia del Padre y del Hijo−. De hecho, podemos aprender mucho de Belén acerca del camino de vida. Pero no debemos considerarlo solo; tenemos que asociarlo con Jerusalén. Tenemos que unir la cuna con la cruz.
Pero aun así, nos enseña la primera parte de la gran lección de la paz. Dice, aunque no tan plenamente como el Gólgota, “Dios es amor” (1 Jn. 4:8). El comienzo no es el final, pero sigue siendo el principio... Belén no es Jerusalén, pero sigue siendo Belén. Y allí está el Príncipe de paz. Allí está el Dios de salvación. Allí está manifestada la vida. No desprecien a Belén. No lo pasen de lado. Vengan, vean donde reposa el niño. Miren el pesebre: Allí está el Cordero para el holocausto: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29).
Esas pequeñas y tiernas manos serán heridas. Esos pies que todavía no han pisado sobre esta dura tierra, serán clavados en el madero. Ese costado será herido por una lanza romana; esa espalda será azotada, esa mejilla será golpeada y escupida; esa frente será coronada de espinas ¡y todo por [los pecadores]! ¿No es esto amor? ¿No es el gran amor de Dios? ¿Y no hay vida en este amor? ¿Y no hay salvación en esta vida, un reino y un trono?
En Belén, se abrió la fuente de amor y sus aguas han brotado en toda su plenitud. El pozo de David se ha derramado sobre el mundo y ahora, las naciones pueden beber de él. Las buenas nuevas han salido de la ciudad de David y todos los rincones de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios.
¿Quieres aprender el camino a Dios? Ve a Belén. Mira a aquel infante: Es Dios, el Verbo hecho carne, es “el camino... nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6). Ve y trata con Él. Belén será para ti la puerta de entrada al cielo... ¿Quieres un resguardo contra la mundanalidad, el pecado, el error y las trampas de los últimos días? Elige y mantén la compañía del pequeño niño... ¿Quieres aprender a ser humilde? Ve a Belén. Allí, lo más elevado es lo más bajo, el Verbo eterno es un bebé. El Rey de reyes no tiene dónde recostar su cabeza; el Creador del universo duerme en los brazos de una mujer... “No seas orgulloso”, dice el pesebre de Belén. “Vístete de humildad”, dicen los pañales de aquel Niño indefenso.
¿Quieres aprender a negarte a ti mismo? Ve a Belén. Mira al Verbo hecho carne. “Ni... se agradó a sí mismo” (Ro. 15:3). ¿Dónde podemos encontrar tal abnegación como la que se revela en la cuna y la cruz? ¿Dónde podemos leer una lección de abnegación como la que tenemos en Él, quien se despojó a sí mismo de su reputación, que no escogió a Jerusalén, sino a Belén, como su lugar de nacimiento −no un palacio ni un templo, sino un establo para ser su primer hogar terrenal−? ¿Seremos seguidores de su humilde amor?
¿Quieres aprender el camino a Dios? Ve a Belén. Mira a aquel infante: Es Dios, el Verbo hecho carne, es “el camino... nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6). Ve y trata con Él. Belén será para ti la puerta de entrada al cielo... ¿Quieres un resguardo contra la mundanalidad, el pecado, el error y las trampas de los últimos días? Elige y mantén la compañía del pequeño niño... ¿Quieres aprender a ser humilde? Ve a Belén. Allí, lo más elevado es lo más bajo, el Verbo eterno es un bebé. El Rey de reyes no tiene dónde recostar su cabeza; el Creador del universo duerme en los brazos de una mujer... “No seas orgulloso”, dice el pesebre de Belén. “Vístete de humildad”, dicen los pañales de aquel Niño indefenso.
¿Quieres aprender a negarte a ti mismo? Ve a Belén. Mira al Verbo hecho carne. “Ni... se agradó a sí mismo” (Ro. 15:3). ¿Dónde podemos encontrar tal abnegación como la que se revela en la cuna y la cruz? ¿Dónde podemos leer una lección de abnegación como la que tenemos en Él, quien se despojó a sí mismo de su reputación, que no escogió a Jerusalén, sino a Belén, como su lugar de nacimiento −no un palacio ni un templo, sino un establo para ser su primer hogar terrenal−? ¿Seremos seguidores de su humilde amor?